Éramos pájaros libres…
nos cortaron las alas.
de Ester Faride Matar
Lo que sucedió, sucedió.
En la vida nadie juega con las cartas marcadas. El sentimiento tan fuerte que nos unía trascendía todos los límites.
Los espacios.
Las edades.
Los credos.
Las distancias.
Era inevitable darse cuenta que existía entre nosotros, una atracción magnética.
Un arco iris de pasión.
Truhanes sin luces emprendiendo madrugadas.
Aprendimos a silenciar la mente para permitirnos vivir el aquí y el ahora con mayor intensidad.
Las diferencias nos unían sin preocuparnos en las similitudes porque éstas se acrecentaban en el día a día.
Asociamos al amor con imágenes y a las imágenes con música para generar alegría a los encuentros. Escribimos en el aire un libreto con instrucciones en sintonía.
Sintonía con el alma y con el cuerpo, idealizando una relación armoniosa y vital.
Edificamos sobre una base movediza un supuesto sufrimiento y cada instante compartido era sinónimo de fogosidad.
Un acertijo.
Cada despedida un adiós sin esperanzas.
Y nuevamente, otro amanecer envolvía los deseos que dejaban esparcidos los excesos verbales y llenas las miradas de un mañana sin rutinas.
Lo que sucedía, sucedía.
Nuestro reloj marcaba el tiempo de esperas sin esperas, de abrazos prolongados.
De palabras no pronunciadas. Clandestino apego sin razones transformaban en razones nuestro apego.
Quisimos amar sin restricciones y la libertad era un culto a los encuentros.
Quisimos.
Me dolió el verano y la distancia se interpuso entre nosotros.
Fui deshojando margaritas y tirando los pétalos en la calle para que me sigas…
Este viaje me quitó las alas y al despertarme una mañana, la soledad de vos se metió entre mis sábanas.
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CUENTOS DE LA MECEDORA
de Rodrigo Hernán Rojas
I
Busco mis alimentos entre las aguas estancadas. Ya sin papel ni grafito, hasta aquí escribo mi historia. Me ocupo en marcar el camino construido, porque estoy seguro, olvidé algo al inicio y un día, bajo este sol naranja, tendré que desandar el rumbo.
II
Transito el silencio en este planeta de sol sin sombras. Camino solo entre las marcas grabadas en las piedras. Sin memoria, intento reconstruir la selva en la tierra muerta.
El agua ya es una ausencia infinita. Entonces, con mis manos-garras, comienzo a dibujar brotes y hojas en las ruinas de cemento y asfalto.
IV
A veces, pero sólo a veces, las aves recuerdan viejas rutas migratorias y, sorteando el peligro de los cables de luz, llegan a mi casa… acicalan sus plumas bebemos agua clara, charlamos un rato… siempre me invitan al viaje pero olvidé el protocolo de vuelo y ya me crecieron raíces. Día a día tienden más cables y ya quedan pocas semillas.
V
…hay pájaros comiendo en el patio de casa y los árboles empezaron a cuajar sus flores, no todo esta tan perdido, tomaré una siesta…
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LINEAS
de Blanca Salcedo
Me tiene podrida
Ojalá se muriera. Se muriera ya. Hoy. No aguanto más este esperar hora a hora, mirar su cara pálida para ver si respira. Y esa máquina maldita que marca la línea de sus latidos se me ha vuelto una obsesión. La miro hipnotizada, sigo las rayas que a veces son totalmente irregulares, hago dibujos con esos caminos que se suceden y me voy a otros lados… a otro tiempo
Esa época en que hamacábamos juntos al único hijo que pude darle porque los otros se me murieron en el vientre. Y el parecía el hombre más feliz del mundo. Mi compañero de toda la vida y para toda la vida. Qué ilusa.
Esperó que cumpliera los cincuenta y vino con la noticia que tenia una minita embarazada y que se iba con ella para “cumplir con su responsabilidad”. Cumplir, tenía que cumplir conmigo. Nosotros éramos su responsabilidad. Pero no era eso, yo lo sabía… era la esperanza. La esperanza y el odio. Quería otro hijo que no fuera este mío. Esperaba probarle al mundo y probarse él que no fue su sangre la que engendro la parte mala. Yo sé de su rabia
Me di cuenta a los diez meses que no era un bebé común. Era tan bello… pero no… primero vi la mirada huidiza de familiares y amigos y después el pediatra que me mandó un montón de análisis raros. Los de la clínica se hacían los tontos cuando yo preguntaba algo. Al final ese flaco con cara de loco que atendía a mi hijo me dijo que no era normal. Nunca volví a su consultorio. Luché contra todos y traté de mostrarles que mi bello bebé era… bueno, era mío. Y seguí toda la vida sin admitir ante nadie que era retrasado. Ni me di cuenta que el maldito de mi marido se alejaba cada vez más, era una visita en la casa y lo peor, no quería ni hablar de Pedrito.
Años de miradas oscuras y ninguna caricia. Yo no tenía interés en el sexo y él no tenia intenciones de acercarse a mí. Los dos ocultábamos el miedo a otro hijo muerto o peor. Pedrito era mi vida y su desdicha.
Por eso iba de cama en cama hasta que consiguió una que se le embarazó y se fue con ella a probar suerte. Y tuvo un infarto. Se lo merecía. El bebé murió al nacer y ahora él se muere despacio en la cama del hospital. La muchachita desapareció más rápido que el cuerpecito del hijo. Y yo me hice cargo de mi amado marido.
Todos aprecian mi devoción de esposa. Mi nobleza. Y yo sigo hipnóticamente las líneas que marcan el deterioro de su corazón, esperando la recta perfecta. El timbre infinito que me diga que se murió por fin ese ser que odio, el que marcó a mi hijo. Cuando eso suceda estaré en paz. Pedrito seguirá su eterna infancia y yo sabré que mi venganza se ha cumplido.
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LA VIDA Y YO
de Amanda Romero De Puerta
Muchas veces me detuve a pensar en “La vida”, en su manera de “actuar”. Aún en un mismo ser a ciertos hechos y consecuencias no les encontraba conexión, y si pretendía establecer comparaciones, más se perturbaba mi mente. Convencida de que a cada actitud y /o aptitud correspondería determinada respuesta, sentía hundirme en un abismo al observar la realidad.
Tan grande era mi preocupación hasta que un día soñé con ella “LA VIDA”.
Me dijo que realizara una gran fiesta e invitara las pasiones y también a sus allegados. Así lo hice. Aunque seguro es que olvidé algunos.
Presurosos los invitados acudieron a la cita; la Vanidad llegó primero, undívaga por su fina joyería. Le siguió el Orgullo de brillante vestidura ataviado, vino Egoísmo y se sentó a su lado. L a Riqueza se hizo presente acompañada por dos de sus hijas: Constancia y Honestidad, su comadre Superación, mas su socio Don Trabajo.
Política también quiso compartir, pero, se preocupó mucho al ver a doña Ley en compañía de la Sra. JUSTICIA y decidió no asistir. Su amiga Corrupción que se había quedado a observar desde una ventana, se fue con ella.
La Paciencia llegó de lontananza, se le acercó doña Ternura y conversaban.
El Odio y la Envidia como son ya tan viejos, llegaron apoyados en sus muletas: Venganza e Hipocresía y junto con la Pobreza y su compañera la Pereza, se ubicaron en un rincón de la gran sala. Todo parecía estar listo y comenzó la fiesta.
En un determinado momento, vi como se “deslizaban” por la pared abrazadas entre sí a Vagancia y sus hijas: Adicción y Delincuencia. Se escondieron detrás de una fuente que ornamentaba el salón, desde allí espiaban, estuvieron así largo rato. Luego en la misma forma que entraron se fueron.
Dancé con cada uno de los presentes y sin sentir satisfacción alguna salí al jardín en búsqueda de aire puro a la luz de la luna, y allí, en un rincón … acongojados, estaban Don AMOR y ESPERANZA.
“ ¿Por qué no entraron a la fiesta ?” - Pregunté al verlos, preocupada -
- “ Porque no fuimos invitados” - respondieron con amargura.
- “ Pero… cómo no? Uds. Son quienes me sostienen, ¡Los más importantes!. Vamos, la fiesta recién comienza y yo seleccionaré a los invitados!” Fue en se momento que encontré a mi amiga Paz.
Regresé al salón en compañía de mis amigos, ordené silencio y pronunciando una pocas palabras dispuse la reubicación de los invitados según mi voluntad. Luego de una rápida pero segura reflexión: senté en el trono que estaba desocupado y esperando, a Don Amor; a su alrededor Paz, Justicia, Paciencia, Ternura, Trabajo con las dos hijas de Riqueza y allá arriba de todo, Brillando como un Sol, ubiqué a Esperanza.
Luego, unos escalones mas abajo, acomodé a Orgullo. “Ud. no se vaya” - le dije- pues hace falta también en esta fiesta, porque actuando con moderación en determinados momento lo necesito.
Riqueza y su comadre junto a doña Ley pueden esperar en el jardín a todos los demás y sus acompañantes que no fueron elegidos, les agradezco la concurrencia, pero pueden retirarse, pues no es aquí su lugar indicado.
Así, luego de esta decisión, supe que Felicidad había llegado y me tomó de su mano, luego me abrazó con firmeza de esta manera me sentí satisfecha y también “vi la Vida más bella.”
Desde entonces trato de recordar este sueño en cada momento de confusión que se presenta en el devenir que ofrece el paso del tiempo.
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CON SABOR A RÍO
de Marta Dieulefait
En esta tarde apacible de otoño un entorno de sosiego me rodea, acentuado por una tenue llovizna que me invita a engarzar recuerdos. Estoy sentada en un sillón del balcón y diviso a lo lejos el río. A pesar de la paz que rodea me siento alterada.
Del norte llega un fuerte viento que retuerce las ramas de los árboles de la plaza vecina, desarma los oscuros nubarrones, el cielo se aclara parcialmente y el sol intenta salir a juguetear entre las nubes .Me sorprende en el aire un penetrante olor que me paraliza y en mi boca noto un sabor muy particular, como si a través de los sentidos volviese el pasado, entonces recuerdo:
… En mi juventud, viví en la isla con mi marido, pescador él, en una humilde choza hecha sobre pilotes, segura y resistente, aún ante las fuertes crecidas, rodeada de paraísos y sauces que la cubrían protegiéndola de los calores del verano. Mi existencia se deslizaba sin contratiempos. Solíamos sentarnos en la arena, bajo los sauces, que parecían enredarnos con sus largas ramas, con nuestros pies tocando el agua. Disfrutábamos de amenas charlas, entre mate y mate. Me contaba anécdotas de su vida de pescador, los peligros del río, las noches tranquilas y las de luna llena con su conjuro, la incorporación del nuevo motor fuera de borda, sus ventajas, todo enlazado con sus miedos y los míos. Siempre desafiando inconvenientes, sorteando inundaciones y tormentas, nos sentíamos unidos y felices. Fue el mismo río que tanto amé el que me lo quitó. Y esa paleta de genial pintor que fuera nuestro entorno se tornó oscura y agresiva.
Todo ha vuelto a mí con esta ráfaga, el río surge como marco de una historia de amor plena de natural belleza, aún me siento amarrada a él, patrón exigente y cambiante, a la vez pródigo y generoso como nadie. Amado río que tanto me brindó y odiado porque su furia me dejó vacía, pero seguirá siendo siempre mi compañero de ruta.
Me envuelve el aroma a pescado de río, como rayo punzante me penetra, vibran mis fibras íntimas y de manera quizá increíble llega diluido en el aire este recuerdo de amor con una ráfaga de viento que me regala un dulce beso con sabor a río.
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CARLOS EVARISTO
de Silvia Ana Petrinovic
Escondido dentro del carro intuía el presagio...
Su padre lo había disimulado de las miradas ajenas con un cuero que cubría su cuerpo completamente. No tenía derecho a rezongos ni a lloriqueos. Sus pequeñas manos se buscaban para entrelazar los dedos ávidos de compañía y tibieza.
Ah… compañía…
¿Dónde estarían sus hermanos?
Ellos eran mayores y trabajaban en el campo; pero él era un estorbo para aquel hombre borracho, enojado, temible…no debía contradecirlo; sabía muy bien de palizas y miedos.
El carro, con su malgastado caballo, frenó en medio de voces y sonidos domésticos, cuando el látigo hizo temblar el esqueleto del rudimentario transporte.
Su cuerpo pequeño le proporcionaba ciertos movimientos que le permitían ver a través de la maderas. Estaban en una de las villas de los Ranqueles, el cacique hablaba con el gringo en un idioma único. Señalaban la carreta cuando, casi instantáneamente, unos brazos lo arrancaron de allí para llevarlo dentro del rancho. Un par de ojos bravos lo miraron fijo y supo que guardar silencio era lo mejor que podía hacer.
El catre, el aroma a comida, lo transportaron a un mundo de sueño: “Estaba con su madre, cómodo y protegido. Ella aún no se había marchado montada en aquel caballo de los pampas de Calfucurá con destino a Chile en desesperada huída para salvarse del gringo y sus golpizas...”
Pero los sueños se terminan…
Carlos se quedó en la aldea india, donde aprendió el lenguaje y los hábitos de aquel pueblo que fue su familia. Se transformó en un joven de ojos color miel, de brazos fuertes y grandes espaldas.
El cacique lo enviaba al pueblo a realizar trueques; de esa manera aprendió a conocer el valor del cuero, de la harina, las armas, los potros y el ganado.
En cada viaje, Carlos buscaba la manera de agilizar su mente con sumas y restas que había aprendido en un par de meses con un maestro que pasó por la aldea.
Alguien le contó que una mujer venía cada tanto al pueblo y preguntaba por él. En lo más hondo de su corazón sentía que el viejo dolor rodeado de aroma a madre estaba cerca…muy cerca…
Una tarde, el cacique volvió de una reunión con los huincas y milicos, y todo cambió…Los hombres contaban caballos y lanzas; las mujeres lloraban sus miedos.
Le dieron un potro para que fuera en busca de su destino y Carlos Evaristo partió…
El llanto de las mujeres y niños más el odio infinito a los milicos y políticos marcaron su camino de pelea pacífica mezclada con trabajo duro.
Fue peón en las estancias, capataz, marido y padre…
Con aire distinguido de polvareda y calle disfrutaba del sol que bañaba la mesa del bar mientras recordaba aquellos tiempos.
Detrás de la taza de chocolate, una pequeña dama de cabello revuelto, le pedía con voz sensual: “Abuelo, quiero que me cuentes la historia de tus botas de potro, también de la rastra con monedas y cadenas, porque hoy en la escuela aprendimos que en la pampa argentina vivieron unos indios que se llamaron ranqueles, y yo le conté a la maestra que vos los habías conocido…”
Atrapado por el embrujo de la infancia que se camuflaba detrás del humo de la taza de leche; dejó el chambergo sobre una de las sillas vacías, cruzó las piernas y acomodó el cuerpo a la espera de las palabras que seguramente brotarían desde su corazón, mitad gringo y mitad indio, para armar el ansiado relato hasta ahora furtivo; mientras daba gracias a la vida por la cosecha que le daba su siembra…
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VOLVER A EMPEZAR
de Alberto Roldán
Y sucedió. Una lágrima rodó por la mejilla de Raúl y el desconsuelo se apoderó de todo su cuerpo.
Ingresaba a la categoría de viudo. Relativamente joven con una capacidad de trabajo extraordinaria, responsable y con un vigor espiritual admirable. Había encontrado hacia el comienzo de su madurez el amor del que sólo había oído hablar en las novelas. Conoció ese entendimiento mutuo que permite que un hombre y una mujer se pongan de acuerdo – a veces – sin palabras, y disfruten la rara emoción de sentir que se aman desde hace siglos y que fueron concebidos para enamorarse.
Este luchador incansable, supo que sus esfuerzos, sus pérdidas y su sacrificio fueron recompensados por una mujer que lo iluminó para enriquecerse.
Conoció ese fulgor, la felicidad. Cuando ya los pudores, prejuicios y responsabilidades habían dado paso hacia una vida en común, la muerte de la mujer, que fue su otra mitad, lo golpeó duramente.
Una muerte que había sido anunciada, pero no aceptada. El cáncer, terrible enfermedad que se había apoderado de Claudia, dulce mujer, hizo estragos en esa endeble figura. Muerte que a pesar de todo, lo privó de duelos, ceremonias, lápidas y despedidas. Sólo le quedó el recuerdo de lo que fue, los pasos que ya no escuchará, el beso dulce de las buenas noches y la palabra alentadora al despertar: “feliz día mi amo”. Ya no escuchará tampoco la frase lúcida que completaba el último abrazo de la jornada.
No supo, el día de la partida, que viviría la última oportunidad, tal vez la última mirada dulce, tal vez la última mirada perdida en el espacio, en ese perder y encontrarse con el conocimiento. Él se recostó a su lado por última vez, suavemente le tomó la mano y fue esa madrugada cuando Dios dijo “hija aquí te espero”
Raúl, dolorido por la ausencia de su complemento, ya no sentirá más la vibración de la mano en su hombro, ni la de esa mirada captándolo en su más oculta verdad.
Sus hijos y los hijos de Claudia, su fe en un encuentro futuro y las evocaciones que conserva como diamantes, lo sostienen. Pocos o nadie captan el dolor que la muerte de la mujer amada produce en el corazón de un hombre.
Tal vez este hombre alcanzará la paz cuando logre agradecer a la vida los años en que le fue dado pisar el paraíso.
Hay personas que jamás conocen el genuino amor del otro, ese ajeno que se transforma sin trabas en el cercano inclaudicable del alma y del cuerpo.
“El amor, vence a la muerte”, una afirmación tan romántica como certera. La vitalidad sin tregua de su amada permanecerá intacta en la retina de sus ojos, en ese ir y venir. Esa actividad constante y monocorde. Nunca un cansancio, ni agotamiento, no al reproche, si a la palabra de aliento. Esa imagen seguro permanecerá intacta, como la de los grandes héroes de la antigüedad que morían jóvenes pero coherentes con su destino.
Pero siempre hay un día más, un día más para el amor, un día más para la fe, un día más para la felicidad. Siempre están ahí esperando, cuando más derrotados estamos. Tal vez cuando sentimos que estamos solos y creemos que nadie entiende nuestro dolor, que nadie comprende nuestros sentimientos, que no hay solución a nuestros problemas y nos olvidamos que siempre hay un día más. Un día más para cambiar las cosas, un día más para encontrar la cura al dolor, al sufrimiento… un día más para cambiar el curso de la vida.
Raúl es joven de espíritu a pesar de los años. Se quedó con un amor inconcluso, pero la fuerza de la fe premiará el sacrificio y el esfuerzo, porque todavía puede volver a empezar.
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EL CAMPO DEL ABUELO
de Isabel Leonor Premat
Cuando Manuel era un niño, pasaba sus vacaciones en casa de sus abuelos maternos y como es de imaginar, disfrutaba tanto del aire libre y de todas las actividades campestres a la par de don Javier, como todo “gurí chico” que mas que ayuda era un estorbo, pero él estaba ahí, pegado al abuelo, cuando no lo hacía enojar con sus diabluras, servía al menos de compañía.- Así la idea de vivir algún día en el campo, se le gravó a fuego en su mente, para ello quería ser un experto, no como les sucedía a sus mayores, que luchaban sin tregua y sin descanso y poco conseguían de las bondades del suelo.-
“Salud física y mental”, solía decir, soñando con poder lograrlo algún día.-
Manuel recuerda y describe los días de su infancia, cuando con sus primos, que también solían pasar unas vacaciones en casa de los abuelos, cometían no pocas travesuras, unas inocentes y otras para la anécdota que es lo que cuenta Manuel.-
Un día con dos de sus primos, Pedro y Ricardo se fueron a caminar, el día era hermoso y el campo estaba tan iluminado por el sol que daba gusto seguir andando, así llegaron al monte de espinillos, se metieron por un caminito que daba a un arroyo, éste era angosto pero profundo, sin medir el peligro y entrada ya la tarde, prosiguieron el camino costeando el arroyo, luego de andar un rato largo por entre los yuyos y acobardados de tantos mosquitos que no les daban paz, decidieron regresar, para entonces ya estaba oscuro, el sol se había ido y perdieron la huella.-
Uno decía que debían volver por la costa, el otro más a la orilla y a Manuel le parecía que saliendo del monte, sería más fácil orientarse para saber en qué lugar estaban parados.-
Discutían y no resolvían el problema, mientras la noche avanzaba, hasta que Pedro dijo, “bueno si no hay acuerdo, vayamos cada cual por su lado, a ver quién logra volver primero a casa”.-
Así lo hicieron, al parecer Pedro, retomó el camino de la costa, Ricardo, el más pequeño decidió unirse a Manuel e intentar salir del monte.-
Después de mucho andar, Manuel y Ricardo lograron salir de entre los espinillos, antes que la noche termine de cerrarse y los envolviera por completo.-
Ya fuera del monte, siguieron caminando, siempre en el mismo rumbo, con el ánimo maltrecho pero convencidos de que ese era el camino correcto, caminaban sin parar, solo las quejas de Ricardo se escuchaban, “que las espinas, que los mosquitos, que los yuyos, que los bichos”, Manuel iba mudo.-
Hasta que, ¡¡Aleluya!!...divisaron los árboles de carolinas y el molino, aliviados avanzaron con paso firme, pese al cansancio que los abrumaba.-
Cuando llegaron, vieron al abuelo ensillando el caballo, al verlos, con la calma que lo caracterizaba les dijo que era para salir a buscar a los “desaparecidos”, se dio cuenta que faltaba Pedro y esta vez los interrogó duramente.- Ellos sin saber qué contestar se miraron aterrados, “el primo no había regresado, seguía perdido en medio del monte”.-No les quedó mas remedio que contar lo sucedido y reconocer que habían abandonado a Pedro a su suerte.-¡Vayamos por él!. Dijo el abuelo y no había cómo decir que no.-
Arrastrando los pies, de tan cansados, comenzaron a caminar tras los pasos del caballo en el que iba el abuelo montado.-Ricardo, ya no podía ni respirar y le suplicaba a Manuel que lo dejara descansar y que él siguiera solo, acompañando al abuelo en la búsqueda.-
Las primeras estrellas empezaban a aparecer, la luna se dibujaba en el cielo que lucía límpido y frío.-Todo les parecía siniestro, ahora tenían miedo, aunque el abuelo estaba con ellos, los niños entre las hierbas sentían pánico, les parecían seres vivos que los apresaban y la inmensidad del campo se les antojaba mayor.- De Pedro ni señales, ya estaban entrando al monte nuevamente, el cansancio era desbastador, las fuerzas no les respondían, pero el abuelo estaba enojado y preocupado, no les dirigía la palabra.-
Desesperado, Ricardo comenzó a llorar a gritos, desconsoladamente, mientras Manuel se hacía el fuerte, sosteniéndolo a duras penas.-
Entonces, el abuelo, detuvo el caballo, bajó de él y colocó a los niños sobre la montura, comprendiendo que era verdad, que ya no podían seguir caminando.-
Cuán grande habrá sido la alegría que sintieron, cuando de entre unas matas de yuyos, saltó, Pedro ante el caballo, suplicando perdón y pidiendo al abuelo que lo dejara subir al caballo a él también.-
Así volvieron los tres sobre el animal y el abuelo a pie, llevando de tiro al caballo.-
Manuel recuerda que nunca más, volvió a sentir tanto cansancio en el cuerpo como aquella vez.- Sin lugar a dudas la peor travesura que recuerda.-
Otra bastante grande fue, un día de enero, mientras sus abuelos dormían la siesta (pues en el campo es costumbre dormir siesta), Manuel con sus primos, se dedicaron a cortar sandías que estaban amontonadas en el galpón, para su venta, cuando el camión llegara a buscarlas.- Partían una y le comían “el corazón”, o sea la parte central del fruto, luego iban a otra y hacían lo mismo, cuando ya llevaban unas veinte sandías, partidas y desparramadas por el suelo, tomaron conciencia del daño que estaban haciendo y temiendo ser descubiertos, se apresuraron a recogerlas para llevárselas a los cerdos y así hacerlas desaparecer rápidamente del lugar.-
Pero: ¡Grande fue la sorpresa!, cuando iban a salir apresuradamente con la primera carga, descubrieron tras la puerta (la cual era de madera y tenía muchas rendijas), al abuelo espiándolos.-
Al notar que los chicos lo habían descubierto, el abuelo, dio media vuelta, sin decir ni una sola palabra y se fue.-Así como no recibieron ningún castigo, también comprendieron que nunca más debían hacer cosa semejante.-
Solo un abuelo bueno, pudo pasar por alto el episodio, pero sabiendo que el solo hecho de mirarlos, bastaba para que ellos aprendieran la lección.-
El episodio quedó para la anécdota en el recuerdo de Manuel y seguramente, en los otros que participaron del hecho.-
Estas pequeñas cosas lo llenan de emoción y desea que sus hijos tengan la misma felicidad que él tuvo, corriendo libremente por el campo y esperando que sus hijos no sean tan traviesos como él.-
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LA PRINCESA JARDINERA
de Emilia Echeverria
Gretel salió muy temprano del palacio en el que vivía con su padre, se sentía mal porque había discutido fuertemente con él y no quería cruzárselo. No quiso comer nada y a medida que caminaba sin rumbo fijo iba perdiendo fuerzas mientras avanzaba.
El sol comenzaba a despuntar aquel septiembre, el azul del cielo se asemejaba al fresco y cristalino océano.
De repente comenzó a sentir escalofríos y voces que la confundían, y ya no recordó nada más. Cuando volvió de aquel desmayo reconoció a María, su compañera y amiga del jardín, que se acercó al ver tanto alboroto en la parada del colectivo. El sudor le estremecía el cuerpo y manchaba su alegre delantal a cuadros. Intentó justificarse pero un cálido médico de emergencias la tranquilizó y le pidió que le contestara algunas preguntas de rigor. ¿Quién era? ¿Qué había pasado? ¿Qué sintió? No estaba preparada para tantos interrogantes, sintió temor y se desvaneció. Soñaba las agradables tardes leyendo junto a su padre cerca del arroyo que bordeaba el palacio y su corazón estaba triste. Quería volver a ocuparse de aquellas niñitas, pequeñas cortesanas con las que se entretenía en sus ratos libres. Lentamente se incorporó, distinguió un rostro familiar, creyó que era su padre y empezó un repertorio de disculpas. Amigablemente el doctor tomó sus signos vitales, todo estaba en orden. Aquella cama era confortable, el médico pidió a su asistente que le acercará un sustancioso desayuno y fue la gran solución para que Gretel recuperara fuerzas. Descansó mucho en aquel hospital de Capital Federal, cuando se recuperó salió a tomar un colectivo, llegó justo a tiempo para entrar en la salita de cuatro años del jardín cercano a su casa. María seguía preocupada, luego de calmarla se reunieron con las demás maestras y las deleitó contándoles aquel extraño sueño del palacio, de un padre angustiado y cortesanas a su servicio. Insistía que había sido muy real para ser un sueño, se sintió importante y querida por muchas personas…la pregunta era ¿fue un sueño o vivió alguna otra vida?
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LA CAMPERA BEIGE
de Carmen Corvalán de Serafini
Allá por el año 1981 recién llegada de mi Buenos Aires natal, a un pueblo del interior con deseos de ser ciudad, mi familia y yo tratando de adaptarnos a la nueva vida, nuevas amistades, nueva casa y por supuesto un ritmo totalmente distinto al de la ciudad. En ese pueblo buscando paz, tranquilidad, trabajo y afecto, conocimos a un sacerdote, cura párroco del pueblo.
Vaya pues la verdadera historia solidaria que nos tocó vivir. Una vez ubicados en nuestra nueva casa, los niños en sus respectivas escuelas, ya que tenían distintas edades y conociendo un poco a mis vecinos algunos un poco hospitalarias, otros bastante desconfiados y con razón, ya que la gente que viene de las grandes ciudades no goza siempre de buen prestigio, costando bastante tiempo demostrar la conducta de buena persona.
Un día una de mis vecinas golpea mi puerta, al verme me dice que necesita conversar conmigo, una vez instaladas dentro de la casa, mate de por medio, me dice: Te has fijado que el cura del pueblo anda siempre con el mismo pulóver, que ya está bastante gastado, que te parece si entre algunas vecinas juntamos algo de dinero y le regalamos uno nuevo mas abrigado por cierto, se viene el invierno y tiene poco abrigo. Luego de visitar a otras vecinas logramos juntar algunos pesos que alcanzaron para comprar una campera.
Al domingo siguiente, después de misa le entregamos el obsequio, él muy emocionado se la puso enseguida para mostrarnos su agradecimiento y cada uno volvió a su casa muy contento.
Varios días vimos al sacerdote salir a cumplir sus tareas, luciendo la nueva campera. Pero al cabo de algunas semanas lo vimos nuevamente con su viejo pulóver, esto molestó a algunas vecinas que habían colaborado, una de ellas la más preguntona lo increpó: Padre ¿Por qué no usa la campera nueva?, está haciendo bastante frío.
El sacerdote titubeó un poco antes de responder, luego se animó a contestar a la vecina, que era muy evidente estaba molesta por no ver que usara nuestro obsequia.
Mire querida, en uno de los barrios de los alrededores de nuestro pueblo, hay un anciano muy pobre sin demasiado para comer y menos con que vestir, así que se la he dado pensando que él tenía más frío que yo que tengo mi viejo pulóver, espero sepan ustedes comprender mi actitud y no se enojen conmigo.
Salimos de la parroquia sin hablar, todas teníamos lágrimas en los ojos, alegría en el corazón y el orgullo de que ese hombre sea nuestro párroco.
Esta es una historia solidaria de amor cristiano una gran historia que ha sido realidad en el pueblo donde vivo y que en la actualidad es una pujante ciudad.
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UNA HERMOSA HISTORIA DE AMOR
de Agustina Reynoso (12 años)
Hace unos veinte años en Aimogasta, una ciudad lejana, entre las muchas personas que
allí vivían había dos que se conocieron gracias a sus amigos.
Ellos se llamaban Flor y Fabri. Ellos eran muy amigos hasta que un día se convirtieron en novios y como todas las parejas tuvieron peleas, enojos, risas, entre otras cosas.
Estuvieron juntos por diez años, un día Flor tuvo que viajar hacia otra ciudad porque debía realizarse un control médico, al recibir los resultados se dan con que estaba embarazada. Al enterarse su hermana, Ana, que la había acompañado al control empezó a llorar de alegría al igual que Flor.
Al llegar a la casa de Ana ella le contó a su esposo la noticia, mientras que Flor llamaba a Fabri para contarle, cuando él se enteró se alegró muchísimo, entonces le pidió a uno de sus amigos un dinero y tomó un avión para irse a verla.
A los pocos días el embarazo se confirmó, entonces ellos llamaron Carmen la mamá de Flor, al contarle ella se quedó sin palabras y comenzó a llorar.
Al notar esto Hernán el hermano de Flor preguntó que sucedía y Carmen contestó: Flor está embarazada, Hernán le contestó: no seas ridícula no es para llorar es para tomar un champagne, vas a ser abuela.
Luego de esto ellos le contaron al papá de Flor la buena noticia y él se quedó mudo. Al volver la parejita a su ciudad la familia los recibió con una gran alegría por la hermosa novedad. A los pocos días de su regreso decidieron casarse e ir a vivir juntos para esperar a su hijo/a como a ellos les parecía lo mejor.
Todos le dijeron que esperaran un poco, pero no había caso ellos querían vivir juntos esta dulce etapa. A las pocas semanas ya tenían preparada una casa prestada y el día 22 de Septiembre se casaron por civil.
Se instalaron en su casa que no era muy grande tenía pocas habitaciones y pocos muebles, pero sin embargo ellos estaban felices, y un día del mes de abril del siguiente año nació su hija y la llamaron Agustina, era la primera nieta y sobrina de la familia de Flor y la tercera en la familia de Fabri.
A los dos años y medio del nacimiento de Agus tuvieron otro bebé y le pusieron de nombre Ignacio y hoy los cuatro viven super felices, en esa misma casa que antes era pequeña y ahora gracias al incansable esfuerzo laboral de los dos su casa ahora es realmente bella, alegre como lo es la familia que vive allí.
Yo tengo la suerte que esta familia sea la mía y que esta historia tan feliz sea de mis padres, que si duda fue, es y será UNA «HERMOSA HISTORIA DE AMOR».
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TORMENTO
de Rosa Elena Gómez de Villa
Se vistió en silencio, como todos los días, para no despertarla.” Me hace daño tanto amor”, pensó, mientras buscaba el portafolio y las llaves de la oficina. Antes de apagar la luz, se inclinó para besarla en la sien, porque así olía las flores del prado después de la lluvia en su pelo y en su piel.
Ella hizo ese quejido mimoso que adoraba.
Cerró sin hacer ruido y partió.
La vereda le cambió la sensación del perfume de Silvina por otra, agria y tosca, mezcla de combustión y mugre de basuras, en las bolsas rotas de la noche anterior.
Un joven, con las manos en los bolsillos de su buzo con capucha, salió de un umbral de la vereda de enfrente y empezó a cruzar la calle. Lo miró sin interés, cambió dos o tres palabras con el quiosquero de la esquina, puso el periódico bajo el brazo y comenzó a caminar hacia el estacionamiento donde guardaba su auto.
No podía sacar a Silvina de sus pensamientos. La amaba con terror de perderla, que hacía de su amor una pesadilla tormentosa, con lagunas pacíficas que escondían sus celos, su trágica desconfianza. Discusiones ácidas que terminaban en arrumacos, lágrimas o desaforados portazos de ausencia.
Pero ella siempre estaba ahí. Aniñada, dulce y amorosa. La adoraba y no la merecía.
Puso la llave en el contacto del auto y entonces algo abofeteó su corazón.
Recordó la mirada del quiosquero sobre su hombro, y la media sonrisa cuando le dio los buenos días.
Cerró el auto y regresó casi corriendo al departamento. Entró sin hacer ruido, dejó el portafolio y antes de dirigirse al dormitorio, tomó un cuchillo de la cocina.
_Srta. Angélica Martínez, confiesa que asesinó a puñaladas a su pareja, Silvina Campos?
_Si, Sr. Juez, yo le advertí que si me traicionaba la iba a matar, pero ella no me escuchó!
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LA SIN YERBA
de Sofía Soyka
¡Qué calor! La tarde transpira sus últimas gotas entre los saludos del vecindario.
Comienzan a aparecer las cabelleras recién lavadas de los niños, descalzos, vestidos tan sólo con pantaloncitos cortos (igualdad de clases sociales que prodiga el verano); las muchachitas, mostrando el talle grácil y breve, luciendo sólo un top; los hombres, que se han quitado las gorras y hasta las camisas, asombran con sus prominentes barrigas delatoras de asados gordos, bien regados con vinos tintos, y ellas, las infaltables, las habitantes de las tardecitas, las consumidoras de yerba y chismes, materia prima de las tertulias armadas con códigos especiales, tales como el arrastrar de la silleta por la vereda despareja, con una sola mano, mientras la otra sostiene todo el equipo de mate, ruido que también identifica el perro, pues es la hora de las galletitas y de algún mimo, según cómo esté el caldero, ya que si hierve, el mimo puede convertirse en chancletazo o repasadorazo.
Otra señal de largada es la de levantar el mate para que lo vea la de enfrente, cuando no se adelanta ésta con la pregunta de rigor: “-¿Tiene yerba, doña?”
Recurso efectivo es, además, el de echar a vuelo la F.M. con sus “cumbias-siempre-iguales” y las dedicatorias por el estilo: “de la Rosa al Juan, porque lo ama mucho” y “de un admirador, para la Susi, que no le dio bolilla el sábado, en la Plazoleta” y “para la Yiyí que cumple años, de parte de sus papitos y de la tía que la aman mucho…”
Las infaltables son tres, sin quitar ni agregar, a menos que alguna de ellas tenga visita “de afuera”, la que es presentada mediante el uso de asociaciones memoriosas con parientes y vecinos de parientes y de vecinos de parientes y vecinos de alguien. Luego de exhibida, es adosada convenientemente a la reunión. Siempre con asistencia perfecta y puntualidad inglesa, la Ñata, la Tota y la María son las típicas vecinas de barrio que no desperdician una sola tardecita de verano, porque el chisme de ayer es viejo y si hoy no cuentan el de hoy, mañana perderá actualidad y ya no será primicia. Son expertas en arrojar un chisme a la cancha cual si fuera la taba que escapa de la mano de un gaucho. Además, ellas saben darle la actitud dramática necesaria, ya que siempre se comienza con un gesto de asombro que implica ojos agrandados y labios estirados, como formando un pico, pronunciando casi en un susurro: “-¿Se enteró, doña?”, mientras se esconde la cabeza entre los hombros y se inclina el tronco hacia la interpelada. Luego, irremediablemente, dicha primicia sigue con el “la” identificatorio, como “la que le dije”, “la de la esquina”, “la flaca”, “la loca”, etc., pero siempre “la”, femenino, contundente. Después puede aparecer un “el”, pero después… Y, seguramente, la primera en caer es “la sin yerba”. Así llaman a la única vecina de la cuadra que no participa de sus cónclaves (lamentablemente, todavía hay muchos baldíos y “falta gente”).
“La sin yerba” no tiene plata, “pero no se junta”, no sale con el marido, sale sola, el marido no tiene auto, el auto es de ella; él se lo pide prestado… ¿Cómo habrá hecho para engancharlo, tan bueno, tan dominado…? Y tiene que haber sido muy “churro”, porque todavía le quedan rastros… y conquistador… y mujeriego… porque hasta ahora, cuando “la sin yerba” no está, piropea a las pibas que pasan. ¿Será que todavía le da el “ánimo”? ¡Quién sabe, doña! Los más dominados “saben” ser los más zorros… Y ella, ¿por qué saldrá sola? Algo tendrá por ahí… a lo mejor, un tipo joven que le saca la plata, aunque ella no parece tenerla… pero, en una de ésas, la tiene bien guardada en el banco. ¡En el “corralito” querrá decir, comadre!
Las risas de tono cómplice iluminan sus caras.
Y ya el agua está fría, el perro se comió las galletas que quedaban y se encendieron las luces de la calle. Pero la cosa no termina.
-Ahí la tiene ¿ve? Solita toma mate… Ni eso comparte con el marido.
-Sí, seguro que con el “bebé” comparte muchas cositas…
-Vaya a saber una… Capaz que hasta el auto le presta…
-En una de ésas, tiene la edad de los hijos…
-¡Claro… que se va a juntar con nosotras… no sea que se le escape el se-cre-ti-to…!
Definitivamente olvidado, el mate yace junto a la silleta, en el piso.
“La sin yerba” ya pagó el tributo diario. Se levanta y, sin mirar “el club de enfrente”, se retira motivando un último comentario:
-Ahí se va… a mirar el noticiero. Y después, a escuchar esa música de amargados… ¿vio? Parece música de muertos, como la que ponían antes en Semana Santa y el Día de Todos los Santos Difuntos…
-¡Vaya a saber las cosas que se guarda ésta…!
Y agotada la materia prima, las infaltables no tienen más remedio que pasar a cuarto intermedio hasta la tardecita que viene.
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AQUEL VIAJE EN COLECTIVO
de Miguel Ángel Altamirano
Era una tarde de agosto. De fines de agosto. Una tarde de esas en las que el sol, olvidándose que aún era otoño, calentaba como si ya hubiese dejado atrás la primavera.
En el patio, debajo del alero de maderas y tejas que prolongando el trecho de la casa transforma el espacio en seudo quincho, la familia compartía el almuerzo del domingo. Y los domingos, al menos uno al mes a Dios gracias, se reunía en torno a la mesa.
Los chicos correteaban por el patio y las madres, atentas sus miradas sobre ellos a pesar de las conversaciones, coreaban sus nombres al momento de la travesura.
Los platos aún en la mesa, y ritual de la preparación del infaltable vaso de espumosa bebida (sin la cual el asado parece no poder digerirse correctamente) marcan para nuestra Córdoba el tradicional o´clock fernet. La sobremesa se extiende más de lo normal y el mate se alterna con el fernet, apenas a unos minutos de haber terminado con el postre.
El padre de los padres, abuelo de los diablillos que recorren el patio arrastrando todo aquello que tenga posibilidades de movimiento, contempla con felicidad esa postal que graba en su retina. Su mano, apoyada sobre la mesa, juega con una miga de pan que en recurrentes oportunidades arrojara a los chiquilines, desatando risas y devoluciones. Casi abstraído podría decirse, contempla a sus hijos preguntándose en que momento se hicieron hombres. Uno, con barba de dos días, el otro, con un poquito de panza y ambos pintando ya algunas canas. Canas que pintó también él, como su padre, desde muy joven.
Los observaba. Los escuchaba conversar de sus planes, compartir sus logros, aportar mutuamente las experiencias y pareceres a los proyectos que preparaban.
- Viejo que fue del pisón que teníamos? – y la pregunta interrumpió las melancólicas pinceladas que en el lienzo interminable de sus recuerdos gustaba de pintar.
- Si, si… - contestó casi sin dar importancia a la pregunta compenetrado en el entorno que repetía escenas ya conocidas: un pequeño que, desatento a las advertencias de su padre, corría con un silbato plástico en la boca, del cual no se despegaba desde el último cumpleaños de su primo. El otro, pidiendo que le laven las manos sucias con barro, camino a la pileta increpaba a su madre por no dejarle traer el perrito que en la verdulería el mismísimo dueño le ofreciera.
La tarde era perfecta. Sus hijos, sus nietos, sus nueras. La familia como la había soñado.
Pitaba despacio su cigarro y bebía con placer lo que quedaba de su vino. Los ojos, a poco de nublarse por una lágrima, encuentran la luz de otra mirada que también, igual que la de él, a punto de nublarse, dibuja una sonrisa en su rostro.
Con un niño que duerme apacible en los brazos de ella, redescubre el brillo de aquellas pupilas, ahora con algunas arrugas a su alrededor, marcas que el paso del tiempo ha dejado, pero que siguen siendo las mismas. Esas brillantes pupilas que mantienen la dulzura en esa mirada, tal como la encontrara cuando joven, y que no se ha dejado apocar por el paso de los años. Ambos sonrieron cómplices. Ambos sabían perfectamente el porqué de esas alegres nubes en los ojos.
Los niños siguen con su correteo, los padres con sus temas, su fernet y sus mates. Y él, arrastrado por esos ojos, remonta vuelo al pasado y trae a la memoria aquel momento. Aquella fría mañana de julio, en el colectivo, cuando a medio empañar el vidrio aún permitía el reflejo del rostro de aquella muchacha. Esa chica que desde hacia unos días había atraído su atención. Con hermosos rulos y mirada esquiva subía a la misma hora y él, en vano, buscaba un pretexto aunque más no sea para un saludo. Estas imágenes lo asaltaron con tanta fuerza que desapareció literalmente de la escena y se escabulló en aras de ese recuerdo. Revivió el primer saludo, aquella vez que la acompañara a su trabajo, la primera invitación y el primer sí.
En cascada imposible de frenar los recuerdos de aquellas vivencias se adueñaron de su mente, y la evocación del momento en que le regalara la primera flor lo sumió por completo en aquel tiempo. Esa inolvidable sensación al tomar sus manos, el abandonar el suelo cuando sintió por primera vez sus labios… si, como olvidar ese primer beso!
-Papa…! Te fuiste. Por dónde andabas? Y esta vez la pregunta lo devolvió a tierra.
- Nada, solo recordaba… y al tiempo que levantaba su mirada en despacioso giro hacia atrás sintió la tibieza de la mano de ella que, nieto en brazos, improvisó un abrazo y mirando a sus hijos agregó – quizás estaba en el colectivo…
-En el colectivo?! Preguntaron ellos sorprendidos.
Él, acercando suavemente a su esposa la beso y respondió: …Sí…! Viajaba en colectivo.
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EL GATO
de Jorge Oscar Silva
El hombre apresuró sus pasos. La llovizna seguía cayendo. El callejón oscuro y resbaladizo dificultaba su caminar.
Se sentía nervioso. Miraba hacia todos lados movido por un fatídico presentimiento.
Se dijo a sí mismo: Qué estás julepeado? A lo lejos se percibían las luces de la avenida. Por allá pronto pasaría el colectivo, de nuevo en casa. ¡Qué alivio! ya todo habría terminado.
La tarde estuvo divertida entre asado, truco y vino, en aquella casa quinta con sus amigos…Y sí, tomó más de la cuenta, pero no era para estar tan atolondrado. Es este puto callejón, pensó.
En ese instante un ruido lo sobresaltó aún más. Un gato negro lo miraba fijamente –“gato hijo una gran puta”- y de una patada arrojó al animal hacia el costado del camino.
Maullando lastimeramente el gato comenzó a seguirlo. Enfurecido el hombre se vuelve bruscamente. Frente a él, un inmenso felino mostraba unos ojos brillantes en la oscuridad y en su boca unos enormes colmillos. Mudo y paralizado –sólo por un instante- contempló esa fantasmagórica figura. Luego se echó a correr desesperadamente. El animal lo seguía acercándose más y más.
De pronto un fuerte rugido y sobre su cuerpo el peso de la bestia. Luego el silencio. Las sombras. La nada.
Al amanecer en la Sala de Guardia del Hospital, un hombre yacía muerto.
El certificado médico rezaba: Paro cardíaco fulminante, marcas profundas de rasguños en cuello.
En el ventiluz de esa sala de guardia un gato negro dormitaba su sueño. (¿Dormitaba?).
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LA OBRA DE MARGARET
de Justina Cabral
Se acercó, contempló con asombro cada uno de sus detalles, grabó en su mente una multitud de colores, sacó sus propias conclusiones y observó maravillada su sublime encanto. ¡La obra era magnífica! Pero los extraños personajes que la componían le generaban una tétrica sensación de angustia. Sin embargo, las cálidas palabras del artista, y una sonrisa que se le extendía de oreja a oreja, la tentaron a comprarla.
La pintura pasó sus primeros días en el altillo de su casa. Todas las noches la miraba con atención, buscando en ella, la razón de aquella electrizante impresión que la invadía. Así pasaron días y días, hasta que un Ocho de Mayo el reloj marcó las doce, y la medianoche se hizo dueña del terror.
Los colores de la obra se empezaron a borrar, para convertirse en sombras, los temerosos personajes se convirtieron en horrendas bestias peludas con largas pesuñas y enormes ojos de fuego, capaces de provocar un incendio.
Margaret, aterrorizada, se largó a correr de prisa, bajó las escaleras tan rápido como pudo. Tenía la cara pálida, la piel rígida, las manos temblorosas, la voz entrecortada, y un gesto de asombro y horror que se acentuaba con firmeza en su mirada. Por un momento sintió una corriente de aire helado que le recorría todo el cuerpo, quedó inmóvil por unos instantes, sin poder dar un solo paso...
Mientras tanto, unas bocas hambrientas se abrieron y le arrancaron con delicadeza cada una de las prendas que la vestían. Luego, despacio, bebieron el néctar de sus labios, masticaron con éxtasis su boca, probaron un bocado de su cuello, besaron con locura su cuerpo, y luego sin culpa y compasión, se adueñaron de sus dedos, hasta dejarla sin manos.
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EL ESPEJO
de Graciela Bertero
En la casa de la abuela de Alejandro hay un espejo colgado. Es lo primero que se ve al entrar al zaguán. Jorge, Alex y yo, nos mirábamos en él cuando éramos niños, riéndonos, porque parecía que una persona nos recibía, eran nuestras imágenes que se reflejaban en el espejo.
_ ¿Abuela porqué no sacas el espejo del lugar? _ preguntó Alex un día.
_ ¿Por qué querés que lo cambie Alex_ contestó la abuela.
_ Porque a la primera mirada asusta, luego te das cuenta que sos vos mismo el que se refleja en el espejo_ respondí yo intentando apoyar el argumento de Alex.
_ Este espejo perteneció a mi padre a mis abuelos y a mis tatarabuelos, tiene mucha historia. No podría deshacerme de ese espejo Greta_ contesto la abuela.
Yo comencé a observa el espejo más detenidamente cada vez que Alex me invitaba a la casa de la abuela.
_ No se miren tanto en ese espejo. El bisabuelo de Alex nos tenía prohibido mirarnos.
_ ¿Por qué? _ Pregunté con curiosidad.
_ No sé por qué, pero el abuelo nos dijo, que por no saber leer el mensaje que el espejo nos envía, sucedieron muchos hechos tristes.
Los tres decidimos no hacerle caso y continuar investigando.
La superficie del espejo, en la parte vidriada estaba en buen estado, pero en el centro y hacia un costado tenía manchas color plateado como si fuesen nubes en distintos tonos de grises. Jorge, Alex y yo nos mirábamos en el espejo cada vez que entrábamos a la casa. Hacíamos muecas, sacábamos la lengua y nos reíamos de la imagen que el espejo nos devolvía.
Un día el espejo nos devolvió una imagen deformada. Me detuve frente al espejo y volví a mirarme. Yo no parecía tener diez años sino más de veinte. Era mucho más alta, mi caballo era más corto y hasta mi ropa estaba distinta.
_ Recordé la charla que tuvimos con Alex hacía unos días, cuando nuestros padres no nos dejaron ir solos al campo. Los dos nos dijimos_ Como nos gustaría ser grandes, para poder salir a correr solos, en libertad.
Y así seguíamos los tres cada vez que íbamos a la casa de la abuela de Alex. Al entrar al zaguán, Alex, Jorge y yo, como tres estúpidos, acercábamos nuestras narices contra el vidrio, mientras observábamos las manchas con detenimiento hasta opacarlo con nuestro aliento.
Al alejarnos, el espejo nos devolvió una imagen nuevamente deformada. Yo estaba igual que ayer, pero vestida diferente y Jorge era más alto que yo. Alex tenía el cabello teñido con un mechón rubio sobre la frente y usaba una campera negra de jean. Nos reímos mientras observábamos nuestro aspecto desaliñado.
–¡Hablá! –le dije a Jorge.
–¿Cuantos años tengo? –preguntó Jorge al espejo. El espejo devolvió la misma pregunta con una voz áspera y ronca. Jorge se quedó mudo del asombro.
De pronto apareció la abuela y nos mandó cada uno para su casa:
–¡Basta de perder el tiempo con ese espejo!
Al otro día estuvimos todo el tiempo pensando en el espejo. Sin dudas tenía propiedades mágicas. A la semana siguiente ya Alex había ideado algo. Su abuela se extrañó al vernos todos los días a Jorge y a mí, pero le decíamos que Alex nos había invitado a tomar la leche con las exquisitas masitas que ella tenía preparada para las visitas. Nos apurábamos a tomar la leche y nos sentamos juntos frente al espejo. Hacíamos el mismo ritual de acercar nuestras narices para luego alejarnos a cierta distancia.
Un día el espejo nos devolvió nuestra imagen, pero estábamos vestidos con otra ropa. Jorge dijo:
–Tengo diez años.
Y el espejo contestó:
–Tengo veintiún años.
Nos miramos asombrados y contentos. Habíamos logrado conocer la edad representada en el espejo.
Las clases terminaron. Nos fuimos de vacaciones y pasamos el verano despreocupados, disfrutando de la arena y del mar. Nos reencontramos nuevamente en el colegio y enseguida planificamos una visita a la casa de la abuela de Alex.
–¡Otra vez están aquí los tres juntos! ¿Vienen a verme a mí o al espejo? –preguntó la abuela de Alex.
Los tres corrimos hacia el espejo manchado. Iniciamos nuestro ritual.
Al alejarnos, el espejo devolvió una imagen que nos heló la sangre. Alex estaba tirado en el suelo, y en su pecho tenía flores rojas que manchaban las manos de Jorge. Yo lloraba a su lado.
Salimos corriendo, cada uno para su casa, pensando en qué podría haber pasado mientras hacíamos mil conjeturas. Recién pudimos volver en dos semanas. No nos importaba el bizcochuelo que la abuela había preparado ni la leche chocolatada. Sólo queríamos mirar el espejo.
Esta vez no pudimos vernos juntos. ¿Qué habría sucedido?
Decidimos enfrentarlo de a uno por vez. Primero se enfrentó Jorge.
Tenía un arma en las manos, los ojos abiertos, pero parecía perdido.
Alex se vio luego a sí mismo. Seguía tirado en el suelo, pero no tenía signos de vida.
Luego, yo. Mi imagen era triste, con los ojos vidriosos y enrojecidos. Estaba vestida de blanco, mi ropa era muy escotada, llevaba zapatos de tacos altos, como si por fin ahora gozase de los beneficios de la adultez. De mi boca salían palabras, pero el tono de voz no era la mía, sólo me escuché decir con desesperación:
–Jorge, jamás entendiste que la atracción que nos unió a Alex y a mí fue imposible de controlar. Es sólo deseo puro que instala magia entre nosotros. Y nos hace bien.
Después de esa visión, Jorge, Alex y yo nos miramos asombrados, inseguros, conmocionados, paralizados. Me invadió una sensación de pánico.
El primero que se atrevió a hablar fue Alex. Al ver mi miedo, me dijo:
–Greta, todas esas imágenes podrían ser engañosas. Nada nos asegura que ese espejo nos refleje el futuro.
Por las dudas, a partir de ese día nunca más volví a jugar con Alex y Jorge. Hoy, que tengo ya veintidós años, cada vez que los encuentro en la calle, cruzo apresuradamente de vereda.
Alex y Jorge jamás me preguntaron el por qué.
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